martes, 21 de abril de 2009

Santiago Segurola dixit...

Según la Wikipedia:

Santiago Segurola nació en Baracaldo en 1957. Es un conocido periodista deportivo español y ha sido colaborador habitual en programas tanto deportivos como de interés general.

Destaca su larga trayectoria en el diario El País donde se incorpora en 1986 y es redactor jefe de la sección de deportes durante siete años entre 1999 y 2006. Después del Mundial de fútbol 2006, y hasta su marcha de El País, desempeña el cargo de redactor jefe de cultura. En agosto de 2007 se incorpora al diario deportivo Marca como nuevo adjunto al director Eduardo Inda. Actualmente colabora en el programa de Onda Cero, Al primer toque, de Ángel Rodríguez.

Aunque el fútbol ha sido su principal ámbito de actuación, también es un gran especialista en atletismo, natación y baloncesto, sobre todo en lo que concierne a la NBA y NCAA.

Es conocida también su afición a la música, donde de forma esporádica ejerce de disc-jockey en algunos locales en Madrid.

Según Eduardo Inda, director del diario Marca:

"Es el mejor narrador deportivo del momento y uno de los más grandes de la historia"

Para mí es un tipo coherente, sincero y muy inteligente, con unas aptitudes increíbles para el periodismo. Un crack, el auténtico poeta del deporte. Ayer por la noche leí su último artículo en Marca, otra joya para guardar en la caja fuerte...

Seda y acero

Prohibido especular

La proximidad del éxito suele volver más cautelosos a los que equipos que lo buscan. Es un reflejo natural en la vida y en el fútbol. Se relaciona con el deseo de no arriesgar la cosecha que tan laboriosamente se ha conseguido. Sin embargo, el Barça ha elegido el camino opuesto. Si antes atacaba, ahora ataca mucho más. Su primer tiempo en Getafe fue formidable por el juego y por la ambición. Pocas veces se ha visto un juego más sutil y a la vez tan arrollador. Esa mezcla de seda y acero convierte al Barça en un equipo fascinante. Nadie juega con tanta convicción, elegancia y sinceridad. Para el Barça, especular es traicionarse. Y ahora, cuando suele llegar la hora del pánico, ha decidido tener menos miedo que nunca.

Conspiraciones de vía estrecha

El fútbol, como el amor, es territorio para los suspicaces. Las grandes pasiones suelen alimentar rasgos paranoicos: celos incontrolables, deseo de manipulación, temor a la pérdida, sospechas de traición. Detrás de estos miedos se esconde la inseguridad y el victimismo, dos defectos que tienden a presentar el mundo como un lugar sospechoso, nada fiable, presidido por las confabulaciones más temibles.

Es un territorio que da mucho juego a las teorías conspirativas. El problema aparece cuando las teorías se desvanecen en una semana. El Barça pasó de beneficiado a perjudicado por los árbitros en ocho días. En Getafe, Turienzo no decretó un penalti clamoroso sobre Messi, anuló un gol perfectamente legal al argentino, dañó gravemente al Barça en algunos orsays inexistententes y toleró la cacería de Iniesta, cuyos tobillos comienzan a convertirse en un trofeo de guerra. Con toda seguridad, a Turienzo no le animó el afán de conspirar contra el Barça. Su problema es de otro orden. Se denomina incompetencia, un mal bastante extendido en el fútbol español.

Wembley olvidó la hierba

El nuevo Wembley figura entre los estadios que han convertido al fútbol en el escenario de las nuevas catedrales paganas. Atrás queda el venerable recinto con sus dos imperiales torres, símbolo del poder inglés en el fútbol y en el mundo. El Wembley actual es un signo de otros tiempos, de la privilegiada posición del fútbol como factor económico y alimento de consumo para las masas. Diseñado por HOK, una de las firmas que ha hecho un negocio bestial de la construcción de recintos deportivos, y por la firma de Norman Foster, Wembley significa todo aquello que un estadio puede ofrecer: poderío, belleza, comodidad, facilidades para los espectadores y espacio para los negociantes y sus negocios.

Pero le falta lo sustancial. Nadie se acordó del césped. La hierba de Wembley arruina cualquier posibilidad de jugar bien al fútbol. Desde su inauguración, los equipos sufren el impacto de un suelo irregular que impide el luego rápido y transforma los pases en una lotería. Arsène Wenger, técnico del Arsenal, se quejó del césped de Wembley en las vísperas de la semifinal de Copa. Con razón. El partido frente al Chelsea estuvo mediatizado por un campo impropio de la gran tradición inglesa. La televisión inglesa se encargó de resaltarlo. Desde los primeros minutos ofreció planos cortos de los baches y penachos de hierba que asomaban por todas las zonas del campo. El asunto puede entenderse como una metáfora de nuestro tiempo: lo sustancial, el juego, en este caso, importa menos que el envoltorio.

Rose, el mesías de Chicago

Derrick Rose tiene 20 años, juega de base en los Bulls de Chicago y jamás esboza una sonrisa. No hay manera de verle como un novato. Pertenece a esa raza de jugadores que se toman su profesión con la máxima seriedad. Ha llegado esta temporada a la NBA con excelentes credenciales: número uno en el draft y una excelente prestación en la Universidad de Memphis en su único año en el baloncesto universitario. Sin embargo, no siempre sirven estos apuntes previos. Greg Oden tenía un crédito superior y ha decepcionado en los Blazers de Portland.

No es el caso de Rose, que ha elegido el momento preciso para proclamarse figura. El sábado, en el Garden de Boston, el joven base destrozó a los Celtics con 36 puntos, 11 asistencias y una capacidad asombrosa para tomar las decisiones perfectas en la pista: cuándo atacar la canasta –aspecto del juego que domina magistralmente-, cuándo buscar el tiro media distancia, cuando derivar el juego hacia los demás. Está claro que ha nacido una estrella, con una particularidad: juega en un equipo que se siente huérfano desde la retirada de Michael Jordan. Esta sensación ha terminado. Chicago tiene un nuevo mesías. Se llama Derrick Rose.

Nadal siempre encuentra una fórmula

En medio de un tercer set durísimo, con juegos que duraban más de diez minutos, Novak Djokovic no pudo resistir su frustración y lanzó una pelota al mar. El tenista serbio había ganado el segundo set frente a Nadal y ofrecía su mejor repertorio. Sus golpes eran mejores, más poderosos y másprofundos que los del español. Tenía la pinta del ganador, pero no ganaba. Nadal siempre encontraba la manera de sobrevivir. En sus peores momentos se agarraba a la pista y devolvía los tiros de Djokovic. Era un jugador sufriente, pero no derrotado. Su cabeza buscaba soluciones. La primera era resistir. La segunda, encontrar una fisura en el juego de su rival. La tercera, sacar a Djokovic de la excelencia y convertirle en humano. La cuarta, recuperar su mejor tenis.

Cuando Djokovic no pudo reprimir su irritación y lanzó la pelota al mar, Nadal comprendió que el partido había virado definitivamente a su favor. No sólo fue un gran ejercicio competitivo, sino una demostración de máxima inteligencia. Hay jugadores que pierden su capacidad para leer los partidos cuando las cosas se ponen turbias. Nadal, no. Es en los momentos más difíciles cuando su cabeza inspecciona todas las soluciones posibles a los problemas más complejos. Ése fue el caso en Montecarlo. Atravesó por toda clase de dificultades y persistió en su plan hasta encontrar alguna luz. No cedió jamás a la frustración, al contrario que Djokovic. Uno tiró la pelota, y el partido. El otro aprovechó el momento, se recuperó y volvió a ganar. Ése fue Nadal, por supuesto.

Fuente: Marca.com

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